Tal vez creas que para meditar es necesario retirarse a una montaña solitaria, practicar durante horas, ser tan flexible como un acróbata, “dejar la mente en blanco”…
Todo esto no son más que “mitos” en torno a la meditación.
En realidad, todos tenemos la capacidad de entrenarnos en el despliegue de la atención plena.
Todos, asimismo, podemos profundizar en lo esencial, en aquello que se revela cuando el ruido mental se silencia un poco y adoptamos una perspectiva más amplia.
Y esto no depende de si nos sentamos en un cojín de meditación o en una silla, de si meditamos enfrente del mar o en el salón de nuestra casa…
Desde esta perspectiva, el propósito de la meditación no es el del aislamiento o la evasión de la vida cotidiana. Precisamente, el mayor beneficio de la práctica lo experimentamos cuando llevamos la atención plena y la observación neutra a nuestro día a día.
Así es como su práctica continuada se convierte en un motor de desautomatización de nuestros hábitos inconscientes y en una palanca de la autoconciencia. A medida que una persona profundiza en la práctica, la conexión con la vida se hace más patente, al tiempo que brota una actitud de aceptación y de reconciliación profunda con lo que es.
Otra cuestión a tener en cuenta es que no es necesario ser guiado por una persona en el proceso de la meditación. No obstante, es cierto que para iniciarse en la práctica es más sencillo hacerlo junto a un Instructor de Meditación, persona capacitada, tanto por su formación como por su propia experiencia en la meditación, para la resolución de posibles dudas y obstáculos. Por otra parte, el hecho de meditar en grupo facilita la perseverancia en la práctica.
Pero en todo caso, lo más importante a tener en cuenta es el hecho de saber que, en realidad, a meditar se aprende meditando.
